El Chasquido: El Día que el Mundo se Partió en Cinco Sentidos
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que dábamos el mundo por sentado. Nos envolvía un tapiz de sensaciones que definían nuestra existencia: el degradado de un atardecer, el estruendo de un concierto, el olor a tierra mojada tras la tormenta o el simple placer del pan recién horneado. Vivíamos en un festín sensorial, sin saber que estábamos a punto de ser desterrados del paraíso. Nadie podría haber imaginado que experimentaríamos la plenitud por última vez.
El Sorteo del Caos
Ocurrió sin aviso. Un «chasquido» global, silencioso e invisible, que resonó en la conciencia de cada persona mayor de doce años. Fue seguido por un vértigo colectivo, un instante en que el universo pareció contener la respiración. Y entonces, el azar lanzó sus dados sobre la humanidad, y nuestro mundo se fracturó para siempre.
Una quinta parte de la población se sumió en una oscuridad instantánea y perpetua. Con la ceguera de millones, la civilización, dependiente de la vista para casi todo, comenzó su colapso. Pilotos perdían el control de sus aviones, conductores provocaban accidentes masivos y la red eléctrica se desmoronaba.
Otro quinto fue arrojado a un silencio absoluto. El don del oído les fue arrebatado, atrapándolos en una película de terror muda. Madres veían llorar a sus bebés sin poder escuchar su llanto, las palabras de consuelo se convirtieron en meros gestos y la música dejó de existir.
Para quienes perdieron el olfato o el gusto, la privación fue más sutil, pero igualmente profunda. El aire se volvió un vacío estéril, la comida, una mera textura insípida. La vida perdió su riqueza, su sabor, dejando tras de sí una existencia funcional pero gris.
Pero el destino más cruel fue para el último quinto: los «Sin Tacto». Su horror no fue una ausencia, sino una desconexión total. Un cirujano en mitad de una operación dejó de sentir el bisturí en su mano. La gente caía al suelo porque sus pies ya no sentían la solidez del terreno. No podían percibir el calor de una llama que consumía su piel ni el abrazo de un ser querido. Se convirtieron en fantasmas dentro de sus propios cuerpos, mentes conscientes atrapadas en estatuas de carne que no podían sentir el mundo que los rodeaba.
Los Testigos Inmunes y el Nuevo Orden
En medio del caos, solo los niños, aquellos menores de doce años, permanecieron intactos, con sus sentidos completos. Se convirtieron en los aterrorizados espectadores del fin del mundo que conocían, observando cómo sus padres y protectores se transformaban en seres incompletos y asustados.
La sociedad, tal y como la conocíamos, se desintegró en cuestión de horas. Las naciones, las culturas y las ideologías se volvieron irrelevantes. La humanidad se reorganizó en un nuevo y brutal sistema de castas sensoriales, definidas no por lo que tenían, sino por lo que habían perdido. En este nuevo paradigma, dos grupos emergieron como los únicos capaces de imponer orden: los «Sin Olfato» y los «Sin Gusto». Físicamente funcionales y liberados de las «distracciones» de los placeres y hedores del viejo mundo, vieron una oportunidad en el derrumbe.
Su filosofía era fría y despiadada: el sentimentalismo era una debilidad que había llevado al mundo anterior a la ruina. La emoción era un lastre. En su lugar, impusieron una nueva ley universal: la eficiencia por encima de todo. El máximo beneficio al menor coste posible.
Así, gobernado por aquellos que ya no podían saborear la vida, comenzó un nuevo capítulo para la humanidad. Un mundo funcional, gris y sin piedad. La era de las castas había nacido. La era de las Incubadoras acababa de comenzar.


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