El Escaparate Más Tenebroso de París: Cuando la Morgue era un Espectáculo Público

 

 

Una Ventana a la Muerte a Orillas del Sena

 

En el corazón del París del siglo diecinueve, una de las atracciones más visitadas no era un museo de arte ni un palacio, sino un sombrío edificio gubernamental en la Île de la Cité, a pocos pasos de Notre Dame: la morgue de la ciudad. Detrás de un gran ventanal de cristal, en una sala fría e iluminada, se ofrecía un espectáculo tan fascinante como perturbador. Sobre mesas de mármol inclinadas, se exhibían los cuerpos de los desconocidos, los no identificados, esperando que un rostro familiar entre la multitud les devolviera su nombre.

El propósito oficial era puramente funcional. En una época sin huellas dactilares, pruebas de ADN o sistemas de identificación centralizados, el reconocimiento visual era a menudo la única herramienta para resolver el misterio de los fallecidos anónimos, muchos de ellos víctimas de crímenes o sacados de las aguas del Sena. Junto a cada cuerpo se colgaban sus ropas, un último vestigio de su identidad que podría ser la clave para que un familiar o amigo pusiera fin a una búsqueda angustiosa. La entrada era gratuita y abierta a todos, concebida como un servicio cívico esencial.

 

El Teatro de lo Macabro

 

Sin embargo, lo que comenzó como un procedimiento administrativo se transformó rápidamente en un fenómeno social. La morgue se convirtió en uno de los entretenimientos más populares de París, un punto de encuentro para todas las clases sociales. Las multitudes se agolpaban a diario frente al cristal, en un ambiente que mezclaba el silencio respetuoso con el murmullo de la curiosidad. La prensa de la época no tardó en bautizarlo como «el teatro de la muerte».

Afuera, la escena era casi festiva. Vendedores ambulantes ofrecían dulces y postales del edificio. Dentro, el público era un mosaico de la condición humana. Estaban los que buscaban genuinamente a un ser querido, como el panadero que reconocía a su aprendiz desaparecido o la mujer que rompía a llorar al identificar el abrigo de su esposo. Pero junto a ellos, se codeaban los «voyeurs», atraídos por el morbo de contemplar la muerte de cerca; carteristas que aprovechaban la distracción de la multitud; jóvenes estudiantes de medicina y arte que tomaban apuntes sobre la anatomía humana; y turistas que buscaban una historia impactante que contar a su regreso.

 

El Fin de una Era: El Debate entre Morbo y Utilidad

 

Con el tiempo, la popularidad de la morgue comenzó a generar un profundo debate en la sociedad parisina. Las voces críticas se alzaron para cuestionar la naturaleza del espectáculo. ¿Era realmente un servicio público indispensable o se había convertido en una forma de turismo macabro que despojaba a los fallecidos de su última pizca de dignidad? La línea entre la necesidad cívica y la explotación de la tragedia se había vuelto peligrosamente borrosa.

Las quejas sobre la falta de respeto y la necesidad de privacidad para los muertos y sus familias ganaron fuerza. Las sensibilidades estaban cambiando y, a principios del siglo veinte, la idea de exhibir cadáveres como si fueran objetos en un escaparate empezó a considerarse una práctica bárbara, un vestigio de una era menos civilizada. Finalmente, en mil novecientos siete, las autoridades tomaron una decisión: las persianas de la morgue de París bajaron para siempre. La muerte, por fin, volvió a la intimidad. Aquel escaparate se cerró, dejando tras de sí el recuerdo de una de las costumbres más extrañas y reveladoras de la historia de la ciudad.